El impuesto a la riqueza: sus efectos negativos y una propuesta de salida
En Bolivia avanza un impuesto a la riqueza anual y permanente luego de que la Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto que grava a las grandes fortunas individuales por encima de los 4,3 millones de dólares. El presidente Luis Arce celebró la aprobación del texto y lo derivó al Senado para su ratificación.
Lo que pocos parecen comprender -especialmente, al interior del oficialismo y gran parte de la oposición- es los efectos nocivos en el largo plazo que tienen este tipo de medidas en el ámbito legal y económico.
Cuando a nombre de una «emergencia» se pretende sacrificar a unos y ayudar otros se crea la peor de las discriminaciones: el trato desigual ante la ley. Ya que unos tendrán que pagar un impuesto adicional, para que otros puedan cobrar bonos, o atender sus problemas de salud (en que se use el dinero no hace menos malo el acto).
Pero como las ciencias económicas y jurídicas están íntimamente ligadas, todas las leyes malas tienen efectos en la economía.
Primero, que cobrar impuestos a los más ricos es un sofisma que cae por su propio peso. Pues cuando los dueños de grandes fortunas sienten que sus patrimonios son amenazados los cambian de jurisdicción (recuerde algo, los millonarios jamás pagan impuestos). En términos simples, van a invertir en otro lado. Por ende, los empleos y la riqueza que crearán van a favorecer a ciudadanos de otros países.
Segundo, se reduce el ahorro disponible en la economía local. Debido a lo cual, las empresas nacionales tienen menor acceso a recursos financieros para realizar nuevas inversiones. Ergo, tendremos menos bienes finales a disposición y habrá menos empleos (especialmente, para aquellos que están empezando su carrera laboral).
Tercero, se destruyen futuros emprendimientos. Con lo cual, en el largo plazo se incrementan los niveles de pobreza. Por ejemplo, Argentina -que a principios del siglo 20 era una de las naciones más ricas del mundo- tiene 163 impuestos y, al mismo tiempo, la pobreza alcanzó al 44,2% de su población (aproximadamente, 18 millones de personas).
Por ende, afirmar que «sólo» serán 150 familias quienes paguen el nuevo impuesto es un disparate mayúsculo. Porque los efectos negativos de incrementar la presión fiscal los pagaremos todos los bolivianos de manera indirecta.
Pero a un oficialismo dispuesto a acabar con lo poco de institucionalidad y estabilidad económica que queda en Bolivia debemos sumarle una oposición ingenua y progresista, y eso complica nuestra situación.
Por ejemplo, la diputada Samantha Nogales (Comunidad Ciudadana) calificó de gran avance que el Estado boliviano haya reconocido la «unión libre» de dos homosexuales -paradójicamente, su unión era libre sin la necesidad del reconocimiento estatal, pero el sentido común no abunda entre los progresistas-. Pero hasta ahora, la parlamentaria no se manifestó respecto a los efectos negativos del impuesto a las grandes fortunas, o a la caída estrepitosa de las Reservas Internacionales (a noviembre del 2020, alcanzan a 2569 millones, un monto que sólo sirve para sostener 4 meses de importaciones).
Por su parte Carlos Mesa, «líder de la oposición», ha manifestado su voluntad de llegar a un acuerdo nacional con el gobernante Movimiento Al Socialismo si éste demuestra «buena fe».
Estoy consciente que las cosas están difíciles. Pero como promotor del capitalismo creo que las crisis son oportunidades de emprender. Por eso, soy partidario de arrancar un nuevo proyecto político que incorpore plenamente al empresariado informal (70% de la economía nacional), a las familias conservadoras y a sectores patriotas (militares y policías que están conscientes del peligro que corre Bolivia). Porque sin una nueva oposición, jamás tendremos un nuevo gobierno.