La función empresarial y la construcción del mañana
Cuando un joven ingresa a la facultad de economía se encuentra con tres dogmas: a) la desigualdad social, b) la concentración de la riqueza en pocas manos y c) el Estado como planificador de la economía.
Sin embargo, aunque estos tres axiomas gocen de un aura de irrefutabilidad, no dejan de ser unos sofismas muy bien mercadeados. Pues están sustentados en considerar la riqueza como una cantidad fija, en una obsesión casi enfermiza en la desigualdad y, especialmente, en obviar por completo el rol de la función empresarial.
Por otro lado, la macroeconomía no contempla el papel de la función empresarial. Y en el análisis económico neoclásico, desarrollado sobre modelos de carácter estático, de los que el de competencia perfecta constituye el eje central, tampoco tiene cabida el desarrollo de la función empresarial, siendo el empresario un elemento extraño al elegante paradigma neoclásico.
Antes de continuar, es importante aclarar que cuando hablamos de la función empresarial nos referimos a uno de los elementos fundamentales para el análisis dinámico de un sistema económico y no de manera exclusiva a los hombres de negocios.
La función empresarial consiste, básicamente, en la toma de decisiones en un entorno de incertidumbre -una característica consustancial al ser humano-.
Es en ese proceso que se van descubriendo nuevas oportunidades y, quizás lo más importante, se optimizan los escasos factores económicos. La función empresarial, por tanto, estriba en anticiparse con mayor acierto que otros a las futuras demandas de los consumidores de un mercado específico, decidiendo el uso y la coordinación que deba darse a los diferentes factores de producción. Por ejemplo, antes del boom del motor a combustión interna, el petróleo se consideraba una maldición, porque se filtraba a los pozos de agua y los dejaba inservibles.
Por otro lado, el empresario no está tomando valor de los trabajadores, al contrario, le está otorgando valor a los mismos. Ergo, los salarios e ingresos en términos reales dependen única y exclusivamente de las tasas de capitalización. Es decir, de las inversiones que hacen de apoyo logístico para aumentar su rendimiento -no es lo mismo pescar a cascotazos que con una red de pescar-.
No obstante, para que la función empresarial pueda operar de manera óptima se necesita que se respete la propiedad privada, que los gobiernos no abusen de los impuestos y, fundamentalmente, que los mercados operen de manera libre.
Como vemos, el libre mercado no tiene que ver con la defensa de los ricos, sino con el derecho fundamental de cada persona de disponer de su propiedad y explotar sus talentos de la única manera ética posible. Porque, penosamente, cuando aparece el intervencionismo estatal, las personas tienen incentivos para actuar a espaldas de los consumidores. Y aunque eso les reporte beneficios financieros en el corto plazo, a la larga carcome el orden social.
¿Y la desigualdad económica?
Primero, cada ser humano es único e irrepetible. Por ende, y en un entorno de libre mercado, las desigualdades económicas son consecuencia de las diferencias naturales entre personas. Siempre habrá gente más rica, más talentosa y más exitosa que uno.
Segundo, la desigualdad no es el problema a solucionar por la ciencia económica, sino la construcción de un sistema social que permita que todos tengan más oportunidades (que nunca serán iguales) y mayor riqueza. Pues cada ser humano posee de manera intrínseca la función empresarial y la capacidad de construir su propio futuro.
Y finalmente, la retórica del socialismo está adornada por un supuesto desinterés caritativo que lucha contra la avaricia de los ricos en nombre de las clases desfavorecidas. Pero detrás de toda esa palabreria, en la base desnuda de las motivaciones del socialismo, encontrarás una avaricia diez veces más profunda y muchas veces más peligrosa de la que pretende derribar.