El progresismo es el suicidio de nuestra civilización
En agosto del 2016, en ocasión de una entrevista sobre su película Sully, el actor y director de cine Clint Eastwood manifestó lo siguiente: «Todo el mundo está harto en secreto de la corrección política. Es la generación de lameculos con la que vivimos ahora. Vivimos en una generación de maricas». Aunque las palabras del veterano Eastwood suenen duras, no dejan de ser ciertas. Por ejemplo, en septiembre del 2015, el profesor Stephen Davis, docente de la materia de Asuntos religiosos en la universidad de Yale, renunció a usar el título de master –grado que se les asigna a los directores de los colleges de la mencionada universidad-, porque lo consideraba racista y poco inclusivo con los alumnos y maestros de color (Kronman, 2019, pág. 28)
Pero el ataque al lenguaje no se limita a las universidades estadounidenses, sino que es un mal que aqueja a la educación en general. Note usted la cantidad de cursos y especialidades en pedagogía que se ofrecen, no hay que ser un genio para percatarse que están llenas de todo ese lenguaje «inclusivo». Se recomienda no usar la palabra alumno -bajo la lógica progresista es una concepto «autoritario»-, se pide que los vocablos error, bien y mal salgan de las aulas, y que los profesores sean «dinámicos», «tolerantes» y «antipatriarcales». En resumen, los docentes deben ser unos monigotes que mantengan entretenidos y felices a los jóvenes.
El peligro de esta exaltación de la victimización radica en la salida de la razón y la lógica del debate público. Y es que es imposible dialogar con quien se siente ofendido por cualquier cosa. Fíjese, ahora no se puede criticar el trabajo de una mujer sin ser acusado de «misoginia», los colectivos LGTBI pueden cerrar negocios cristianos que se niegan a atenderlos -paradójicamente, ellos mismos tienen bares de exclusividad para su comunidad-, y los medios de comunicación, a título de tolerancia, están totalmente colonizados por toda la ideología de género.
Un mundo donde la condición de víctima es sinónimo de subsidios y privilegios, crea un terrible incentivo para que todos reclamen sentirse discriminados por algo. Pretexto perfecto para que el Estado aparezca a ofrecer una «compensación histórica» a los grupos de oprimidos.
Solo tiene que fijarse como Carlos Mesa, Evo Morales o Néstor Fernández manipulan las emociones de sus votantes, y como ofrecen soluciones a cargo de un enorme aparato estatal.
Es obvio que sus soluciones son irreales, pero son un buen pretexto para que los consultores en educación, violencia de género y antidiscriminación se cuelguen de las tetas del gasto fiscal. Si antes se luchaba contra las desigualdades laborales, hoy se pelea a favor de la igualdad de género, el aborto legal y el feminismo.
¿Puede una civilización sobrevivir cuando las nuevas generaciones son educadas con la ley del mínimo esfuerzo, y bajo la tiranía de los sentimientos?
La realidad muestra que no. Mientras la Unión Europea lanza su programa DiscoverEU -un subsidio que permite que 20000 jóvenes «viajen gratis» por todo el continente-, los musulmanes están conquistando ciudades como París y Estocolmo. En esta última, los casos de violaciones se han disparado desde 1975 -año que entró en vigencia la política de fronteras abiertas-. Verbigracia, Eliud Njugina, un keniano que llegó al país en 1998, tiene varias sentencias por violaciones a niñas y ancianas pero gracias a las leyes que defienden la multiculturalidad, el psicópata sexual no puede ser deportado ni encarcelado.
Pero quizás, el caso más psicótico es el de la activista de Refugees welcome que fue violada por Anwar Hassani y Fardi Hesar -dos jóvenes afganos que recibieron condenas ridículas por el macabro hecho-, pero ella sigue estando a favor de la política de fronteras abiertas.
Con una Europa condenada a desaparecer, solamente quedan los Estados Unidos como el baluarte occidental. Ahí radica la importancia de apuntalar la gestión de Donald Trump en el corto plazo, y levantar el movimiento conservador americano en el largo plazo.