La belleza es valor supremo del arte
Cuando uno mira la televisión, navega en las redes sociales o entabla un debate con un eventual contertulio, notará que la experiencia personal es la nueva fuente de autoridad. Ni siquiera el cristianismo está libre de esa influencia. Por ejemplo, el movimiento pentecostal tiene al sentirse espiritual como el centro de toda su doctrina. Este sacrificio de la ortodoxia deja a los grupos pentecostales sin un fundamento teológico serio, y como tantos otros grupos que dejan doctrinas cristianas fundamentales, quedan a la deriva.
Y en otros temas pasa exactamente lo mismo. Verbigracia, la definición de arte, especialmente desde las corrientes dadaístas y surrealistas, ha pasado a convertirse en una categoría arbitraria. Desde entonces, el arte se dirige a perturbar, transgredir y subvertir valores morales -la ética burguesa la llamo Hugo Ball-, y ya no era la belleza, sino la originalidad el eje sobre el cual giraban las obras de arte.
De hecho, se extendió un recelo hacia la belleza. Para el crítico de arte Clemente Greenberg, comunista declarado, la belleza era un asunto capitalista y burgués. Encontramos esa corriente provocadora en el arte austriaco y alemán de entre guerras. Por ejemplo, en los óleos y dibujos de Georg Grosz y en las novelas de Heinrich Mann.
Estos fenómenos, más que celebrar la vida, hace de ella el blanco de sus ataques. Ahora existen «artistas» que ganan fama poniendo un baño sobre una mesa, o tirando basura sobre un lienzo en blanco. Pero son esos mismos sujetos que desacreditan las catedrales católicas o los hermosos lienzos de Johannes Vermeer
Ha habido grandes artistas que han intentado rescatar la belleza de disrupción percibida de la sociedad moderna, como T.S. Eliot trató de recomponer, en Cuatro Cuartetos, los fragmentos que había infligido en La Tierra Baldía. Y hubo otros, especialmente en América, que se negaron a ver en lo sórdido y lo transgresor la verdad del mundo moderno. Para artistas como Edward Hopper, Samuel Barber y Wallace Stevens, la transgresión ostentosa era mero sentimentalismo, un modo barato de estimular al público y una traición a la tarea sagrada del arte, que es magnificar la vida como es y revelar su belleza, como Stevens revela la belleza de An Ordinary Evening in New Haven y Barber en Knoxville, Summer of 1915. Pero de algún modo esos grandes defensores de la vida perdieron su posición en el frente de la cultura moderna.
En el mundo de la música las cosas no son mejores. Para las generaciones jóvenes nombres como María Callas, Montserrat Caballé o Mirusa son completamente desconocidos. Los oídos de los mancebos son sometidos al reggeaton y sus vulgaridades. El profesor Olavo de Carvalho dice que la música moderna está diseñada para volver idiotas a las personas, y los hechos históricos recientes parecen darle la razón al gran maestro brasileño.
El espíritu conservador tiene un gran amor por el conocimiento, la libertad y el arte. Para el conservador es, por tanto, evidente que nada se logra mediante la cultura de la transgresión salvo la pérdida en la que se complace, la pérdida de la belleza como valor y meta.
Para montar una contraofensiva completa al hábito de profanación tenemos que redescubrir la afirmación y la verdad de la vida sin las que no se puede conseguir la belleza artística. Como lo afirma la escritora venezolana Yorbis Esparragoza: «solo con amor propio se puede comprender las cosas hermosas del mundo».