Las mentiras de los burócratas ilustrados
Hay autores que aunque no pertenezcan a nuestra línea de pensamiento, se vuelven imprescindibles. Y ese es el caso del historiador, diplomático y disidente soviético Michael Voslensky (1920 – 1997).
En su libro La nomenklatura, Voslensky nos relata parte de los problemas que atravesó el imperio comunista durante sus primeros cincuenta años -penosamente, el autor considera que lo acontecido en la desaparecida URSS, es una desviación del «verdadero» socialismo, pero eso es materia para otro artículo-. Por ejemplo, las estafas estadísticas que Alexei Larionov realizó en la región de Riazán, con el objetivo de mostrar que la producción de carne había crecido en un 280% -fraude que resultó tan bien, que el mismo Nikita Khruschev felicitó a Larionov-, aunque las hambrunas era comunes en toda la Unión Soviética. La producción algodonera en Tadjikistán es otra de las mentiras que los mandones soviéticos montaron, buscando promocionar en occidente la efectividad de sus planes quinquenales.
Dueño de una inteligencia sagaz, Voslensky percibió que las nacionalizaciones de empresas, las estatizaciones de granjas y la monopolización de la actividad política en manos de los altos dirigentes del Partido comunista, dieron lugar al nacimiento de un nuevo grupo de privilegiados -muchos de ellos ni habían participado en las luchas armadas, pero eran más influyentes que los veteranos-. Ese nuevo grupo de poder estaba conformado por dirigentes comunistas, artistas, altos mandos militares y los burócratas, y es este último grupo que será objeto de análisis.
Los burócratas soviéticos tenían un gusto especial por los títulos universitarios. Tanto, que en 1947, establecieron la Academia de ciencias sociales -unidad académica que tenía como misión ofrecer el grado de Doctor en ciencias-. Los aspirantes al doctorado debían ser recomendados por los altos mandos del Partido comunista, y gozaban de condiciones materiales excelentes (cosas inimaginables para el común del pueblo).
En realidad, el nivel académico de los egresados de la academia comunista era muy pobre -verbigracia, P. Nikitin, un supuesto «genio» de la economía, que nunca pudo explicar porque en su país abundaban los tanques, pero faltaban el pan y la leche-. Pero su verdadero objetivo no era cultivar la ciencia, sino escalar en la pirámide del poder.
Penosamente, esa mala costumbre de fabricar «burócratas ilustrados» se extendió por todos los lugares que tuvieron alguna influencia soviética, o en países donde las elites desean posiciones de privilegio, y en ese tipo de barbaridades América latina es un mal ejemplo.
En la actualidad, los temas elegidos por los aspirantes a burócratas ilustrados, ya no son los del marxismo clásico, sino toda aquella artillería progresista que Agustín Laje llama el postmarxismo -una peligrosa mezcla de indigenismo, feminismo, ambientalismo e ideología de género-, y que tiene monopolizadas las facultades de ciencias sociales desde el extremo norte de Canadá hasta el extremo sur de Argentina.
Una vez graduados (ya sea como licenciados, masters o doctores) los burócratas ilustrados empiezan su carrera en el aparato político de nuestros países. Por ejemplo, en Bolivia existen 583.000 empleados públicos y en Argentina (según datos de José Luis Espert) 7 de cada 10 empleos los generó el Estado en sus diferentes niveles. Adicionalmente, estudiantes de carreras como economía, trabajo social, pedagogía y medicina ven al Estado como su lugar natural de trabajo.
¿Cuánto nos cuesta mantener todo ese aparato burocrático?
El año 2017, el Banco interamericano de desarrollo presento un informe titulado Mejor gasto para mejores vidas. El trabajo nos muestra que el gasto corriente (sueldos de la burocracia y transferencias directas) de las últimas dos décadas es en promedio un 15% más alto que los gastos en capital. Política que fue sostenida incluso durante la crisis del 2008, aunque la abstención y reducción hubiera sido lo correcto. Por otro lado, con una población que envejece, crecimientos económicos estancados y Estados que funcionan como agencias de empleos, los problemas financieros de la región van en crecimiento.
Pero a la burocracia ilustrada no le importa que un país como Bolivia tenga más de veinte ministerios -cuando debería tener solamente siete-, que seamos uno de los infiernos tributarios de la región y que arrastremos seis años continuos de déficit fiscal. Ellos solamente quieren su espacio en el colectivo de los privilegiados –incluso te dirán que ellos con su eficiencia, van a solucionar esos problemas-.
Penosamente, un país lleno de burócratas es, al mismo tiempo, una nación poco libre y muy pobre. Como se puede observar en el Ranking global de libertad económica, donde ocupamos el puesto 175 de 180 naciones. O el índice Paying Taxes donde figuramos como uno de los peores lugares del mundo para pagar impuestos.
Y esos no son problemas que se solucionen cambiando burócratas, sino con un cambio de sistema político donde prime el libre mercado, el gobierno limitado y la propiedad privada.