Familia, propiedad y herencia
En el funcionamiento de una sociedad ordenada y exitosa descansa sobre los hombros de tres pilares: la familia, la propiedad y la herencia. Respecto a las tres instituciones pensadores conservadores como Roger Scruton o Alvaro Dors y liberales clásicos como Friedrich August von Hayek consideran que son producto de un orden perenne, nacieron con la humanidad, y espontaneo, porque no fueron el diseño de una mente maestra, sino el producto de siglos de experiencia acumulada.
La familia, la propiedad y la herencia operan como mecanismos de gobierno social donde y, gracia Dios, todavía los Estados no tienen influencia -aunque cada vez avanzan más-. La primera, nos brinda afecto, solidaridad intergeneracional, educación y seguridad emocional -justamente, aquello que no encontramos en el mercado donde prima la anonimia social-. La segunda nos garantiza la supervivencia como individuos y, al mismo tiempo, como especie ya que nos asegura que el fruto de nuestro trabajo y esfuerzo sea para nuestro disfrute personal. Y la tercera, garantiza que nuestros descendientes no tengan que empezar de cero en lo cultural y económico.
Si analiza bien, nuestros más grandes intereses, y por quienes estamos dispuestos a sacrificar todo, son nuestros hijos y nuestros bienes. Por eso, no resulta extraño que los Estados quieren despojarnos de las familias, de las propiedades y de la herencia. Y para eso se valen de tres mecanismos. Primero, la «educación» estatal, las regulaciones sobre la propiedad privada y los impuestos sobre los grandes patrimonios y herencias.
Los llamados derechos de segunda generación (derecho a la salud, a la vivienda, a la seguridad social, educación, etc.) han generado la mentalidad de recibir todo ello sin intervención del propio trabajo. Ello implica que las familias comienzan a delegar en gobiernos lo que sí pueden hacer por sí mismas desde su propio margen de acción. Ello, a su vez, implica que las familias sacrifican, sin casi darse cuenta, las libertades individuales de los individuos que las componen.
Entonces, como los derechos de segunda generación vienen, necesariamente, acompañados del crecimiento del Estado, y éste a su vez necesita más recursos para cumplirlos, aparece la segunda medida: las regulaciones sobre la propiedad privada.
Por ejemplo, desde la llegada del Estado del bienestar a Suecia -uno de los casos más citados por los socialistas de Hispanoamérica- un 23% de los jóvenes prefiere cobrar una renta de desempleo que trabajar y en Dinamarca el 20% elige la vagancia como un estilo de vida. Lo que nunca aclaran que esos pseudo beneficios se financian con un incremento sobre los impuestos -que en el caso de los países en cuestión crecieron en 50% en las últimas décadas-
Pero ciudadanos locales que quieren aprovechar el Estado del bienestar no son el único enemigo, la migración descontrolada que busca pegarse a las tetas estatales es el otro. Verbigracia, un informe del gobierno sueco que recoge el diario Sharq al Awsat concluye que en Estocolmo las áreas dominadas por los radicales islámicos crecieron a 62 en el año 2017 sobre las 55 del año 2016. El aumento no solo incluye cantidad, sino también el tamaño geográfico de dichas áreas. La invasión musulmana tiene en la elite política sueca un aliado incondicional, ya que durante muchas décadas, a nombre de multiculturalismo y tolerancia, fomento esta práctica suicida (muchos suecos no pueden ya circular con crucifijos en barrios islámicos).
Finalmente, en su fan igualitarista los socialistas nos venden la idea que la pobreza de los pobres es la riqueza de los ricos. Por lógica, ellos deben arreglar esa injusticia y darnos «igualdad» de oportunidades. Entonces, sacan su tercer as bajo la manga: el impuesto a los grandes patrimonios -en ocasiones se anexa a las herencias-. Aunque esa medida pueda sonar «justa» e «inclusiva» tiene efectos nefastos en el corto y largo plazo.
Pese a que son las grandes familias a quienes se les grava los impuestos, éstas nunca lo pagan. Pues hacen lo más simple, trasladan las cargas impositivas a los precios finales de los bienes que sus empresas fabrican. Por ende, es el consumidor, o sea nosotros, quien paga los nuevos tributos.
Y si se ven que la cosa no tiene solución -como lamentablemente sucede en nuestros países- mueven sus patrimonios a países más decentes y que les brinden más seguridad jurídica de largo plazo, Andorra, por ejemplo. En esos caso, perdemos todos porque nos quedamos sin potenciales inversores y con mala fama en el contexto internacional. En el cuadro de abajo podemos ver que la inversión extranjera en Bolivia fue descendiendo desde el 2013 -año que nos vendieron el cuento del milagro boliviano-.
Entonces, la propuesta de Luis Arce Catacora de gravar impuestos a los grandes patrimonios en Bolivia no solucionará los problemas de la economía nacional -crisis que el mismo provocó-, sino que la agravará. Pero como a ellos la estabilidad económica les interesa poco, están dispuestos a seguir vendiendo ese cuento (humo para la gilada le dicen en Argentina) a cambio de votos y poder.
¿Hay alguna solución?
En el corto plazo, y de la mano de los partidos políticos en carrera electoral, no.
Ahora bien, en el mediano y largo plazo hay algunas cosas que se pueden hacer. Las familias conservadoras pueden luchar por la separación del Estado de la educación y a salud. Los pequeños empresarios, especialmente los que se mueven en la informalidad, deben batallar por menos impuestos y regulaciones. Las familias con grandes patrimonios deben comprender que hacer negocios con el Estado siempre termina mal -es como enamorarse de una meretriz-. Finalmente, apoye a la construcción de partidos que busquen la reducción de los impuestos, la defensa de las libertades y encajar al Estado en sus límites naturales (la seguridad, la justicia y la construcción de obras civiles).