El dilema moral de las universidades públicas
El año 1999, durante mis primeras semanas de estudiante universitario, caí en cuenta de algo: en la Universidad Mayor de San Simón primaba la politiquería por encima de lo académico. Obvio que muchos se molestaban cuando yo ―en ese entonces un muchacho de 18 años― expresaba semejante «calumnia».
Pero después que se hiciera público el caso de Max Mendoza ―un «joven» de 52 años de edad y más de tres décadas ejerciendo la dirigencia estudiantil―, las universidades del sistema público de Bolivia se encuentran en el ojo de la tormenta.
Si bien, muchos alumnos y egresados expresan su molestia por los abusos de poder que comenten los eternos dirigentes, todavía siguen apoyando la «gratuidad» de las universidades y, peor aún, una supuesta superioridad académica.
No obstante, ¿por qué las universidades reclaman presupuesto si, en teoría, son «gratuitas»?
Después de brindar una conferencia en Islandia, y durante una entrevista de prensa, Milton Friedman fue criticado por haber cobrado entrada a su evento académico. La respuesta del premio Nobel fue reír. Además, de explicar que la educación cuesta dinero. En esa ocasión nació su famosa frase: «No hay tal cosa como un almuerzo gratis».
En esa genial locución el maestro Friedman nos dejó una lección económica y, aún más importante, una enseñanza moral.
El problema que sufre la educación pública boliviana es que la gratuidad es una ficción. De hecho, si tenemos en cuenta el perfil del alumnado de ciertas carreras, en el ámbito universitario a veces es el pobre quien subsidia al rico. Por ejemplo, los mejores alumnos de varias carreras en la Universidad Mayor de San Simón provienen del colegio San Agustín (uno de los más caros y tradicionales de Cochabamba).
Aquellos que defienden el acceso libre y gratuito a las universidades estatales no ofrecen donar su propio patrimonio, exclusivamente, sino también el de sus conciudadanos. Al final, la responsabilidad caerá sobre el Estado, quien de manera violenta le quitará dinero a un tercero. Así se configura el acto inmoral, puesto que es posible que aquel que pague la cuenta no sea quien disfrute del servicio educativo. Y es que, como advirtió Frédéric Bastiat, los gobernantes no pueden entregar nada a algunos que no hayan quitado antes a otros.
Por otra parte, políticos y académicos repiten que la educación es un «derecho». Empero la realidad es la siguiente, la educación es un bien económico. Por lógica, los costos educativos deben ser cubiertos por los directos interesados. Las universidades y colegios deben operar en libre competencia sin subsidios ni monopolios de ningún tipo.
Sin embargo, entiendo que vivo en un país que convirtió a las universidades públicas en vacas sagradas. De ahí que pensar en su cierre definitivo o, en su caso, en una privatización sería utópico.
Por eso, como mecanismo para frenar la corrupción imperante, sería necesario modificar el tipo de subsidio de uno ciego (todos por igual) a los váuchers. Ya que es mucho más eficiente subsidiar a la demanda ―en este caso jóvenes que no puedan pagar una universidad privada― que a todo el aparato burocrático de docentes y administrativos. Tampoco podrían gozar de ese mecanismo quienes ya tengan una primera carrera, o lleven varios años sin titularse. El dinero de los ciudadanos no puede seguir alimentado a parásitos como Max Mendoza.
Pero quizás el cambio más importante empiece por tumbar los mitos de la «calidad» y «excelencia» de las universidades públicas. Una idea que empezó en los años 80, época de la aparición de las casas de educación superior privadas, y que sirve para dotar un aura de santidad a instituciones plagadas de adoctrinamiento socialista, corrupción, prebendas, mediocridad y politiquería.